SIN ESPINAS

Caía sol de mediodía.
Corría una brisa fresca
y ella, pidió sardinas. 

Tenía una suerte de elegancia innata, 
de la que yo, me dispuse a disfrutar, observándola.
Atrapados mis ojos en el arco sinuoso de sus manos,
llenas de anillos y pulseras doradas
que tintineaban como el tenedor, 
entrechocando con el plato
mientras preparaba las sardinas 
para, despaciosamente, 
llevárselas a la boca
y degustarlas con los ojos en línea. 
Cerrados. 

Cautivada por su personal estilo, 
por los colores imposibles 
que irradiaba su atuendo, del pelo al pie. 
Tejidos suaves y delicados 
que, sobre sus brazos encurtidos y fibrosos
se iban meciendo al ritmo 
de un suave vientecillo de playa.

Todo en ella era suave. 
Optimista y suave.

Sin espinas. 

Como las sardinas que 
con tanta diligencia limpiaba
para llevarse a la boca y degustar
con los ojos en línea. 
Cerrados. 

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